Hace dos días en catequesis de confirmación, les conté
a los chicos cómo había sentido la vocación, lo que llamamos el testimonio vocacional. Empecé diciendo
que un día estaba en casa viendo televisión y vi como detrás del televisor
salía como humo, era una nube y encima Jesús que me decía ¡Hazte cura! Obviamente esto no es así, no es verdad, pero empecé
así porque parece que hoy en día que alguien decida hacerse sacerdote es algo
muy raro, parece imposible que Dios llame a alguien a ser sacerdote.
¿Y si no vi a Jesús en una nube… cómo es que creo
en Dios? Esa podría ser una pregunta lógica después de decir que Dios no me ha
llamado subido a una nube. La respuesta es complicada por qué no sabría decir
en qué momento tomé conciencia del amor que Dios nos tiene a cada uno, él amor
que Dios me tiene a mí. Desde pequeño es verdad que fui bautizado y luego hice
la comunión, pero más allá de eso, poca cosa en mi vida relacionada con la
Iglesia, sin embargo si vuelvo la mirada atrás veo como Dios siempre ha salido
a mi encuentro. Al llegar a Mallorca, tras la dureza que supone para un chico
de 15 años dejar a su familia y amigos, me encontré con la alegría de un grupo de
seminaristas que no sé porqué me entusiasmó, descubrí como si estaba cerca de
Dios la alegría venía sola.
El momento de decidir para donde encaminar mis
estudios fue decisivo. Es cuando uno se pregunta qué hacer de su vida, y aún
más… ¿para qué estoy yo en este mundo? ¿Qué sentido tiene mi vida? La respuesta
es igual en todos nosotros… queremos ser felices. El sacerdocio es la respuesta
que Dios tiene a mi pregunta sobre mi felicidad.
Estoy muy feliz pues el Dios en quien creemos,
Jesucristo, un día subió a una montaña y llamó a los que él quiso… entre los
que eligió para estar con Él,
pronunció mi nombre. Dios me ha elegido para estar en medio de su pueblo para
perdonar en su nombre, acoger en su nombre, hablar en su nombre, ungir en su
nombre, amar en su nombre.
El pasado sábado consagré toda mi vida a Dios y a
su Iglesia, y alguien puede pensar… ¡qué
buen chico! Hace un gran favor a Dios, y lo cierto es que es Dios el que me
está haciendo un gran favor a mí.
En el Evangelio de hoy se nos presenta a una pobre
viuda que da un par de monedas… unos pocos céntimos de hoy… insignificante para
todo y para todos… menos para Dios. Jesús con su mirada atenta ve en aquello la
entrega total de una persona a su providencia, no le ha dado lo que le sobra,
le ha dado todo lo que tenía para vivir, y por tanto en aquella ofrenda iba su
viva al completo, no se ha reservado nada… por
si acaso. Vemos aquí una radicalidad de vida, una vida entregada al
completo a la providencia de Dios. Ante este ejemplo es imposible mirar para
otro lado, nos miramos en el espejo del Evangelio y vemos cuánto nos falta en
entrega a Dios. Cuentan que un día fue un señor a confesarse y de penitencia le
dijo el sacerdote: haz limosna, y
claro el señor pregunto… pero ¿cuánto?
Y el cura le dijo: hasta que te duela.
Y es que claro, todos somos muy amigos y cristianos hasta que… nos tocan el
bolsillo.
Hoy quisiera invitaros a la luz del Evangelio a ver en esas moneditas
que echamos en el cepillo no solo una ofrenda de lo que nos sobra, sino que
ellas pongamos nuestra vida, todo lo que somos, lo que hacemos, la familia, los
hijos, el trabajo, los éxitos, los fracasos, los sinsabores… todo lo que somos,
pues una cosa es cierta, y por eso dije sí a Dios la semana pasada, CRISTO NO
QUITA NADA, CRISTO NOS LO DA TODO,
solo desde la entrega total, el abandono generoso, damos lugar a Dios en
nuestras vidas, y solo desde ahí el puede actuar, el puede dar sentido a lo que
somos y lo que hacemos, solo desde ahí, Él nos salva.
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