Una carta muestra la estremecedora realidad que se oculta
detrás del alquiler de vientres, un lucrativo negocio por el que
centenares de personas ganan dinero en España, a pesar de ser ilegal.
Esta
carta te la debo desde el día en que naciste. Ni siquiera me dejaron
verte: sentí trastear entre mis muslos, sentí el cuerpo abierto de
dolor, y enseguida te sentí llorar. Fue un ay y un adiós. “Intenta
descansar”, me dijeron; pero los vi como a hienas, ensangrentados,
saliendo a todo correr con el festín de mis entrañas.
Sé que
existen países en donde se puede comprar una esposa; yo no fui propiedad
de ningún hombre, pero arrendé mi cuerpo. El contrato que firmé no me
permitía ni siquiera abortar. Fui una ramera: el útero es más íntimo aún
que la vagina.
En la clínica –se me antojaba una granja de
conejas parideras- en la que negociaban con nuestros vientres, nos
insistían en que estábamos haciendo una obra de caridad, en que éramos
buenas samaritanas; estéril alegato: una mujer rica jamás cederá su
cuerpo para que una pobre pueda tener un bebé; es más, conociendo
nuestras procedencias, los ricos ni nos dejarían entrar en sus hogares.
Tus
padres, bueno, los que pagaron por ti, eran una pareja de homosexuales.
Una noche, en cama, los senos turgentes como un balón, el ombligo
brotado como un níspero, mientras sentía tus piececitos golpear en mi
conciencia sentí rabia: ‘Estos deben pensar que les cuesta igual a ellos
echar un flato que a una mujer parir un hijo’. Seguro que lo entenderás
cuando seas mayor. Espero que también se lo reproches: a mí me quedó
lidiar con esta culpa que me mata; ellos tendrán apoyo psicológico y
permiso por maternidad en su país.
Hasta he llegado a maliciar
que, con tal de no tener dolores de parto, ni estrías, ni senos caídos,
algunas mujeres pijas, en el futuro, podrán encargar un hijo como se
encarga un cake en la tahona.
Dicen que no tenemos ningún vínculo,
pero yo no soy un marsupial: de mí recibiste las proteínas y el
alimento que necesitabas; y hubieses recibido mi anemia, o mis
infecciones, si las hubiese tenido.
Dicen que soy una mera
incubadora; pero el amor se siente, no se razona: un padre, aunque lo
obligue la ley, no lo es por un encuentro fortuito; una madre siempre lo
será, así la parta en dos la justicia salomónica.
Dicen que la
paternidad es un derecho: lo sería si todos los huérfanos lo tuvieran
primero a ser adoptados. A todo esto no sé cómo te llamas, ni si estás
bien, ni si siquiera existes. ¿Y si a pesar de mis cuidados hubieses
nacido enana o con síndrome de Down? ¿Devolverían el producto? Quiera
Dios no estés en un orfelinato.
El fin no justifica los medios. Lo
mío fue un contrato mercantil: Dignidad subrogada, cosificación, trata
de vientres, estraperlo de bebés: rotura de principios, no de tabúes. La
maternidad es fuente de vida, no de ingresos. Y no, no he donado un
órgano. He vendido un ser vivo.
Ya no merezco seguir viviendo.
Esta
carta (no sé cirílico) la encontraron en el bolso de Svitlana. A
Svitlana, una mujer joven, la encontraron flotando en el río Niéper. En
Ucrania es legal la gestación subrogada.
Fuente: infovaticana.com
Fuente: infovaticana.com