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"Si sé que existe Dios, la vida se ve de un modo. Si no lo sé, veo el mundo de otro, y lo cierto es que son dos formas de ver la vida que me obligan a situarme. Las consecuencias de ambas dos son tan grandes, que no puede ser que este problema me deje indiferente" Pablo Domínguez

martes, 14 de marzo de 2017

La estremecedora carta de una madre de alquiler: “No sé cómo te llamas, ni si estás bien, ni si siquiera existes”

Una carta muestra la estremecedora realidad que se oculta detrás del alquiler de vientres, un lucrativo negocio por el que centenares de personas ganan dinero en España, a pesar de ser ilegal.


Esta carta te la debo desde el día en que naciste. Ni siquiera me dejaron verte: sentí trastear entre mis muslos, sentí el cuerpo abierto de dolor, y enseguida te sentí llorar. Fue un ay y un adiós. “Intenta descansar”, me dijeron; pero los vi como a hienas, ensangrentados, saliendo a todo correr con el festín de mis entrañas.

 Todas éramos adultas, libres, altruistas -nos decían- para tomar la decisión de hacer felices a otras personas. Pero no. Yo lo hice por dinero. Durante nueve meses dispusieron de mí: me obligaron a seguir una dieta específica, a no fumar, a no beber, a no tener relaciones sexuales con extraños; y me fueron pagando mes a mes, para tenerme controlada. El resto me lo dieron al final, todo junto, como a Judas.
Sé que existen países en donde se puede comprar una esposa; yo no fui propiedad de ningún hombre, pero arrendé mi cuerpo. El contrato que firmé no me permitía ni siquiera abortar. Fui una ramera: el útero es más íntimo aún que la vagina.

En la clínica –se me antojaba una granja de conejas parideras- en la que negociaban con nuestros vientres, nos insistían en que estábamos haciendo una obra de caridad, en que éramos buenas samaritanas; estéril alegato: una mujer rica jamás cederá su cuerpo para que una pobre pueda tener un bebé; es más, conociendo nuestras procedencias, los ricos ni nos dejarían entrar en sus hogares.

Tus padres, bueno, los que pagaron por ti, eran una pareja de homosexuales. Una noche, en cama, los senos turgentes como un balón, el ombligo brotado como un níspero, mientras sentía tus piececitos golpear en mi conciencia sentí rabia: ‘Estos deben pensar que les cuesta igual a ellos echar un flato que a una mujer parir un hijo’. Seguro que lo entenderás cuando seas mayor. Espero que también se lo reproches: a mí me quedó lidiar con esta culpa que me mata; ellos tendrán apoyo psicológico y permiso por maternidad en su país.

Hasta he llegado a maliciar que, con tal de no tener dolores de parto, ni estrías, ni senos caídos, algunas mujeres pijas, en el futuro, podrán encargar un hijo como se encarga un cake en la tahona.

Dicen que no tenemos ningún vínculo, pero yo no soy un marsupial: de mí recibiste las proteínas y el alimento que necesitabas; y hubieses recibido mi anemia, o mis infecciones, si las hubiese tenido.

Dicen que soy una mera incubadora; pero el amor se siente, no se razona: un padre, aunque lo obligue la ley, no lo es por un encuentro fortuito; una madre siempre lo será, así la parta en dos la justicia salomónica.
Dicen que la paternidad es un derecho: lo sería si todos los huérfanos lo tuvieran primero a ser adoptados. A todo esto no sé cómo te llamas, ni si estás bien, ni si siquiera existes. ¿Y si a pesar de mis cuidados hubieses nacido enana o con síndrome de Down? ¿Devolverían el producto? Quiera Dios no estés en un orfelinato.
El fin no justifica los medios. Lo mío fue un contrato mercantil: Dignidad subrogada, cosificación, trata de vientres, estraperlo de bebés: rotura de principios, no de tabúes. La maternidad es fuente de vida, no de ingresos. Y no, no he donado un órgano. He vendido un ser vivo.

Ya no merezco seguir viviendo.

Esta carta (no sé cirílico) la encontraron en el bolso de Svitlana. A Svitlana, una mujer joven, la encontraron flotando en el río Niéper. En Ucrania es legal la gestación subrogada.

Fuente: infovaticana.com